lunes, 5 de octubre de 2009

La Prudencia Politica Leopoldo Eulogio Palacios

LA PRUDENCIA POLÍTICA
Leopoldo Eulogio Palacios

PRIMERA PARTE

Capítulo Único

La esfera de la prudencia política
1.- La sindéresis, la ciencia moral y la prudencia.
Suele confundirse con asiduidad en castellano el significado de dos palabras: Sindéresis
y prudencia. Sindéresis ha venido a ser sinónimo de discreción, razón, cordura. Y, por
otra parte, la prudencia también parece ser una razón discreta, cuerda y mesurada. El
mismo Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española consagra esta acepción
de la prudencia. Esta no sólo es “una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en
distinguir lo que es bueno o malo para seguirlo o huir de ello”, sino también
“templanza, moderación”, y, además, “discernimiento, cordura”.
Sin embargo, el filósofo no puede contentarse con estas definiciones nominales. En el
sistema del conocimiento humano la sindéresis y la prudencia ocupan un puesto mucho
más determinado y preciso que el que pudieran sugerirnos ellas.
Tanto la sindéresis como la prudencia son dos formas de conocimiento racional, y
además de conocimiento práctico, esto es, referido a la acción humana como algo
realizable y operable por nosotros, y no meramente especulable. La sindéresis y la
prudencia son fuerzas racionales puestas al servicio de la acción humana, o, con
expresión técnica más exacta, virtudes intelectuales prácticas, cuya misión consiste en
dirigir nuestra conducta. Pero sobre el fondo de esta coincidencia resalta su diversidad:
la sindéresis sólo versa sobre los principios remotos que deben inspirar la dirección de
nuestra conducta, mientras la prudencia se ocupa en sacar de estos principios
conclusiones prácticas y hacederas, aplicables a cada caso concreto de nuestra
existencia individual.
La sindéresis es como la ventana que nos abre a un universo de principios necesarios e
inmutables que se refieran al acto humano. De scintilla conscientiae, que significaba en
San Jerónimo, ha venido a precisarse en la filosofía perdurable como la luz suprema que
nos ilumina en el orden del conocimiento práctico, habilitándonos para el
discernimiento del bien y del mal. “Señor, impresa está sobre nosotros la lumbre de tu
faz”, exclamaba el salmista1. Y es una facilidad que tiene el hombre llegado al uso de
razón para abstraer de nuestras inclinaciones naturales las nociones más comunes del
orden práctico, y formular con ellas los primeros principios que guíen nuestra acción.
Estos principios son universalísimos. El primero de todos ellos: “Hay que hacer el bien
y evitar el mal”, tiene para el orden práctico la misma importancia que el principio de
contradicción para el teórico. Otras verdades de esta clase, por ejemplo, que hay que dar
a cada cual lo suyo, o que no se debe dañar a nadie, son ya más determinadas, aunque
todavía generalísimas, y forman el contenido de la ley natural. La ley natural,
participación de la ley eterna en la criatura racional, se distingue de la sindéresis en que
ésta es el hábito de enunciar los primeros principios del orden moral, mientras la ley
natural es el acto realizado por este hábito, el conocimiento mismo que tenemos de
ellos2.
1 Salmo 4, v. 7 (Vulgata)
2 Cf. Santo Tomás, Summa Theologica, I, q. 79, a. 12; I-II, q. 94, a. 1 ad 2; De Veritate, q. 16, a. 1, 2, 3.
Pero el conocimiento de los principios inmutables de la sindéresis es demasiado general
y abstracto para poder hacerse cargo de la dirección de nuestra vida. Esta voz de la
naturaleza racional del hombre es todavía muy genérica, vago silbo desde el trasfondo
del alma, que nos llama desde la lejanía sin pronunciar aún nuestro nombre.
Para guiar nuestra conducta podría acudirse a otro conocimiento de lo práctico: el que la
ciencia moral nos suministra. La mayoría de los autores solventes dicen que la ciencia
moral es práctica, porque no tiene por fin el puro conocer, sino el obrar. Y los que
disienten de este parecer, y afirman que es ciencia puramente especulativa, como hacen
Juan Sánchez Sedeño, Juan de Santo Tomás y José Agustín Greda, no negarían tampoco
que el obrar, como dice explícitamente Sánchez, aunque no sea el fin primario y
esencial de ella, es por lo menos su fin secundario y accidental. De suerte que, en
definitiva, el hombre que se halla en posesión de la ciencia moral goza de unas
motivaciones para obrar de que está desprovisto el profano.
Pero con la ciencia moral no hemos salido aún de la verdad abstracta, universal y
necesaria. El objeto de la ciencia moral está formado por conclusiones, no por
principios, como el de la sindéresis. Pero estas conclusiones son todavía universales y
necesarias, y aunque tienen referencia al acto humano en su relación de conformidad o
disconformidad con la ley moral, y son así concernientes a nuestra vida, captan y
abstraen de ella su último núcleo esencial y necesario, que tiene un ser fijo común a
todos los hombres, a toda la naturaleza humana, perdurable en medio de la contingencia
y la mutabilidad de nuestra existencia individual.
Por eso, a pesar de los resplandores de la sindéresis y de la ciencia moral, nuestras
existencias permanecen todavía en la sombra. Aunque tuviere una visión clarísima de
los primeros principios morales, y aunque fuera además un moralista excelente, no por
eso estas virtudes intelectuales me darían fuerza para sostener mi vida en el nivel que la
razón reclama. Mi vida es contingente y singular y los singulares caen fuera del hábito
de los principios y del hábito de la ciencia, fuera de la sindéresis y fuera de la ética.
¿Es que no puede mi intelecto lograr certeza infalible sobre mi propia contingencia? ¿Es
que no puede haber una virtud intelectual, un hábito de la verdad que no resbale sobre
mi singularidad y pueda regular mi acción humana en medio de las circunstancias
ocurrentes con vistas al bien individual, al bien doméstico o al bien de la nación entera?
Desde siempre se ha preguntado al hombre cómo es posible un conocimiento cierto e
infalible de las cosas contingentes en cuanto tales. La sindéresis y la ciencia moral
suministran un conocimiento de objeto necesario e inmutable, sin duda imprescindible
para nuestra vida, pero sumamente general y abstracto si se compara con la floración
concreta de nuestros actos. Cuando de ellas aprendo, v.gr., que debo ser temperante, no
aprendo a la vez cuántas ni cuáles acciones me reportarán aquí y ahora el bien en que
consiste la temperancia; no me dicen cuáles son los medios de alcanzar ese bien, medios
de carácter personal e intransferible, relativos a mi edad, a mi estado, a mi salud y a las
demás circunstancias que me rodean. Para ser temperante no me basta con el
mandamiento de la sindéresis, diciéndome desde su altura que debo sujetar y medir mis
pasiones concupiscibles, ni tampoco un bello estudio sobre la naturaleza de la
templanza, tejido por los razonamientos de la ciencia moral; es menester que conozca
además las condiciones íntimas en que se desenvuelve mi apetito concupiscible, las
repercusiones que en él produce el bien deleitable, mi estado, mi salud en aquel
momento, las relaciones con mis semejantes, mis experiencias del pasado, etc. y
solamente a la vista de estas circunstancias podré saber cuál es la acción que debo poner
aquí y ahora. Este ejemplo hacer ver palmariamente cómo lo que importa para el caso es
el conocimiento de lo contingente en cuanto contingente, en cuanto particular y variable
con el individuo y con el tiempo, esto es, la acción debida en cada caso, que siendo la
debida es, sin embargo, diversa en cada circunstancia.
Ahora bien; el conocimiento de lo que debo hacer necesita ser prácticamente cierto e
infalible. Sin esta certidumbre práctica no podré, por ejemplo, poner un acto de
templanza que realice en mí los dictados del bien moral. En cada momento debo hacer
esto y no lo otro, lo que la ley obliga desde las alturas de la sindéresis, pero adaptado
aquí y ahora, acoplado a mis intransferibles circunstancias. Y para saber con seguridad
lo que debo hacer en cada momento necesito que me ilustre sobre el caso una fuerza o
virtud intelectual nueva, distinta de la sindéresis y de la ciencia moral. Esta virtud, que
ajusta y amolda la ley moral universal a todos los casos que pueden presentarse, es lo
que llamamos la prudencia.
La acción dirigible por la prudencia puede emanar de una persona sola; pero también
puede ser realizada por una unidad de mayor extensión: una familia, un ejército, una
nación. Para dirigir la acción de cada una de esas unidades se requiere una prudencia
diferente. Esto nos lleva a hablar de distintas clases de prudencia.
2. La prudencia monástica, económica y política.
Existe una prudencia que dirige nuestra conducta en orden al bien humano de uno
mismo. Es la que ejercitaba Robinsón para resolver los urgentes problemas que la
planteaba cada rincón en su desierta isla, y la que deberíamos ejercitar todos, sin ser
Robinsones, en cada coyuntura de nuestro existir privado. Estar prudencia personal, que
no se recata de florecer en el retiro del solitario, ha sido titulada prudencia monástica,
sin que esta denominación aluda necesariamente a monjes o monasterios, sino
simplemente a la vida de cada cual, tuya y mía, donde ella descubre el buen camino y
manda poner en ejecución los medios conducentes al bien privado.
Existen también, en un plano distinto, otras prudencias, que no se detienen o paran en
dirigir la acción humana en orden al bien de uno mismo, sino que miran al bien de los
demás, y que le miran, claro está, no de reojo y con envidia, como para quedarse con él,
sino muy al contrario, para salvaguardarle de todo mal. Con estas prudencias tan
desinteresadas puede el hombre gobernar las dos sociedades naturales en que convive
con sus semejantes: la sociedad doméstica y la sociedad civil. La prudencia enderezada
a asegurar el bien de la familia se llama por eso prudencia doméstica (o, a veces,
económica, esto es, relativa al orden de la casa). La otra prudencia, todavía más
importante, que se extiende al bien común de la sociedad civil para salvaguardarle y
preservarle de todo mal es la prudencia política.
3. La extensión de la prudencia al bien común.
Puede resultar al pronto sorprendente la mera existencia de prudencias que busquen el
bien de los demás, como son la prudencia doméstica y, sobre todo, la prudencia política.
La prudencia propiamente dicha, sin calificativo alguno, es siempre prudencia personal,
monástica, procuradora del propio bien del individuo. Kant definía la prudencia como la
habilidad de elegir los medios conducentes al mayor bienestar propio3. A tal punto
parece que no puede haber más prudencia que la individual, y que incluso cuando se
habla, como Kant hace, de prudencia mundana contraponiéndola a prudencia privada, es
siempre aludiendo a la habilidad de un hombre que tiene influyo sobre los demás para
usarlos en pro de sus propósitos. Una prudencia que salvaguarde el bien de los demás
3 Kant, Grundlegung zur Metaphysik del Sitten, II Parte (moralische Schriften, Leipzig, 1922, págs. 43-44)
parece al pronto chocante, porque resulta contradictorio un concepto de prudencia en el
que no sea requisito esencial buscar el propio bien.
La sorpresa suspende su mágica inquietud en cuanto nos hacemos cargo de que esta
incompatibilidad entre el bien propio y el bien común sólo es aparente. Nadie busca el
bien ajeno tan desinteresadamente que descuide el bien propio. Con esto no llego a
tomar la posición exagerada de quien concibiere la prudencia como la habilidad de
ganarse satisfacciones privadas, a la manera de Kant, y llegase incluso a decir que las
prudencias que miran a los bienes de los demás lo hacen sólo con el fin de convertirlos
en propios. La realidad es que nuestro bien individual está integrado en un bien social, y
que por eso quien busca el bien social se busca a sí mismo en él, como se busca la parte
en el todo, pues sin la perfección de éste no puede existir la perfección de aquélla.
A la prudencia política le atañe principalmente el oficio de hacer armónicas estas
relaciones entre el bien propio y el bien común, entre el individuo y la comunidad. Esto
se basa en la solidaridad misma que existe entre el miembro y el cuerpo social de que
forma parte. Y son precisamente las épocas de crisis, como la nuestra, las que ponen
más de relieve esta solidaridad humana del individuo y la comunidad. Hoy asistimos a
la crisis de la comunidad doméstica que llamamos familia y de la comunidad civil que
llamamos Estado. Nada menos que las dos sociedades naturales están en crisis, en la
medida que una crisis puede afectar a la sociedad natural. Y si perece la sociedad,
naufraga el hombre entero. El bien propio no puede subsistir sin el bien común, ni la
prudencia personal sin la prudencia política. En este punto es inútil que el romántico,
por muy inadaptado que se encuentre a las condiciones de la vida actual, se haga
ilusiones de salvación individualista.
En nuestra época ha sonado por eso más de una vez el grito que mejo pone de relieve
esta dependencia mutua de lo personal y lo colectivo: ¡Antes que nada, política!
Poitique d’ abord! Su busca el cobijo en el bien común, sin cuya ordenación desaparece
el bien propio. A esto nos vemos reducidos: a buscar el bien común a toda costa,
jadeantes, porque sin su sostén caemos. De los antiguos romanos dijo Valerio Máximo
que preferían vivir pobres en un Imperio rico, a vivir ricos en un Imperio Pobre. ¡Qué
lección más jugosa! Para nosotros no se plantea así la preferencia, sino de un modo
mucho más dramático: se trata de elegir entre la vida y la muerte. Y si preferimos vivir
no es ya pobres ni ricos, sino vivir tan solo.
La prudencia política, iluminada por los principios de la sindéresis y de la ciencia moral,
es la única tabla de salvación para el individuo y la sociedad contemporánea. A tal
punto dedicamos hoy la atención a un problema de vida o muerte.
4. La prudencia Militar
La prudencia familiar y la prudencia política, introducidas en el parágrafo precedente, se
refieren a la dirección de una agrupación humana que sea en la sociedad doméstica o la
sociedad civil. Estas son las únicas agrupaciones estables para cuya dirección
necesitamos prudencia. También hay otras agrupaciones cuya buena marcha depende de
la prudencia, pero que no son estables. Nos referimos a aquellos grupos de hombres en
que los individuos tienen que realizar una empresa común, pero transitoria, que una vez
realizada les permite decirse adiós y disolver el grupo; y que no es tampoco una obra de
naturaleza técnica y de procedimiento invariable. De esos grupos, el más característico
es el de un ejército movilizado. El jefe militar no solo debe contar con mucha escuela, v.
gr., con mucha técnica sobre el manejo de las armas y de los procedimientos de
combate, sino también con un discernimiento especial acerca de la oportunidad de la
guerra y de todo lo concerniente a su dirección suprema. Y esta es una virtud única,
llamada prudencia militar.
5. La prudencia política del súbdito y del jefe
Volvamos a las prudencias relativas a la dirección de los grupos estables: familia y
nación, y prescindamos también de la prudencia familiar. Queda entonces
exclusivamente ante nuestra consideración la prudencia política, directiva de las
acciones que miran al bien de la nación. Pero al bien de la nación conciernen tanto
determinadas acciones del jefe como determinadas acciones de los súbditos. La
prudencia política será sobre todo, la del jefe, en el sentido de que tiene más perfección;
pero esto no impide que también pueda hablarse de una prudencia política en el súbdito.
La prudencia del jefe es llamada por Aristóteles arquitectónica. En el ambiente de la
política esta palabra puede parecer desconcertante para el hombre contemporáneo, que
la relacionará en seguida con arquitectura. Y en esto no sufrirá ningún engaño. La
arquitectura como arte de proyectar y construir edificios es un arte principal que dirige
hacia su fin una muchedumbre de artes menores. Los artífices manuales trabajan bajo la
dirección principal del arquitecto, y la arquitectura aparece así como arte superior
respecto de las artes subordinadas a su finalidad.
Los antiguos, ante este proceder de la arquitectura con respecto a sus artes
subordinadas, extendieron el nombre de arquitectónica a todo arte principal a cuyo fin
se subordina el fin de las artes inferiores. Así, el arte de hacer frenos para el caballo está
subordinado al arte de la equitación; y a su vez el arte ecuestre se ordena al arte superior
de la guerra, que será arquitectónica respecto de aquellas técnicas. En el mundo
contemporáneo, cuando ante la inminencia de una guerra las fábricas de automóviles y
aeroplanos civiles se convierten en centros de industria bélica, puede también decirse
que el arte militar es arquitectónica respecto de tales industrias, puesto que las subordina
a su fin.
Lo que es el arte arquitectónica respecto de las artes subalternas es la prudencia política
del jefe respecto de la prudencia política del súbdito. De ahí el nombre que le da
Aristóteles. La prudencia del jefe subordina al fin universal o bien común la prudencia
de los ciudadanos. El que manda pone leyes universales, y el que obedece las cumple y
ejecuta desde su oficio, que es diverso en cada caso.
La prudencia política arquitectónica es la más perfecta especie de prudencia, sobre todo
cuando es un rey quien la ejerce. De ella emanan las leyes de la república. Por eso la
teología ha trasladado a Dios esta perfección, depurándola de todas las imperfecciones
de lo creado para hacer accesible a nuestra inteligencia la noción de providencia divina.
La providencia de Dios responde analógicamente a la prudencia política del rey. En
cambio, la prudencia política de los súbditos no lleva más adjetivo, y retiene para sí el
nombre común de prudencia política.
6. Más sobre la prudencia política del súbdito
Aunque, según se ha dicho, la prudencia política de más realce es la prudencia
gubernativa arquitectónica, y a ella solemos referirnos cuando hablamos de política, en
razón de ser la más perfecta, nada impide que deba reconocerse en el súbdito una
prudencia especial, distinta de la monástica, relativa a la obediencia y cumplimiento de
las leyes. La prudencia individual no basta, porque mediante su dirección puede
conseguir el hombre su bien personal, pero no el bien común. La prudencia política es
tanto de gobernantes como de gobernados, y esto sin menoscabar en un ápice la
integridad de la prudencia gubernativa de los jefes. Muy al contrario, el gobernante
necesita de prudencia en los gobernados para que marche bien la cosa pública. El poder
no es una función unilateral del mando, necesita de prudencia en los gobernados para
que marche bien la cosa pública. El poder no es una función unilateral de mando,
necesita del calor consciente del pueblo. Si tiene sentido hablar de una formación
política del ciudadano –como tanto se dice en nuestros días– es preciso concebirla como
el desarrollo paulatino armónico del discernimiento racional de la persona humana en
orden al bien común de la nación, que solo puede conseguirse, dada la conexión de las
virtudes éticas, por una sólida educación moral. Los hombres –viene a decir Santo
Tomás– se pliegan sin duda al imperio de los demás cuando son súbditos y
subordinados, pero lo hacen libremente. Por lo que se requiere en ellos cierta rectitud de
dirección para dirigirse a sí mismos en el hecho de obedecer a las autoridades. Y esto
le incumbe a la especia de prudencia llamada política4.
No hay una moral de señores y otra moral de esclavos. La prudencia política es un juego
bilateral de regímenes, el del jefe y del subordinado, que participan de idéntico
trasfondo: la ley moral universal, de la que son determinaciones de los dictámenes de la
prudencia gubernativa concretados en las leyes de la nación, y el dictamen de la
prudencia política del súbdito por el que el individuo se rige a sí mismo en su libre y
exacto cumplimiento.
El cuadro de la página siguiente exhibe claramente las divisiones de la prudencia.
4 II-II, q. 50, a. 2, c.
Dentro de cada una de estas divisiones, el objeto de la prudencia consiste en descubrir
en cada caso cuál es la verdad particular operable. La sindéresis descubre esta verdad
también; pero en su altura y a distancia con indeterminación suma, poniendo solo de
relieve cuál es el fin a que debe aspirar el hombre. La prudencia en cambio descubre los
medios acertados, la verdad operable por el hombre en cada circunstancia para llegar a
ese fin. Las conclusiones operables a que llega la prudencia cuando aplica los principios
de la sindéresis a nuestra conducta son por eso las normas o reglas más próximas de
nuestra acción, mientras que los principios de la sindéresis son nada más que normas
remotas.
El objeto de la prudencia política es, según esto, una verdad operable; consistirá en
concluir rectamente cuáles son los medios acertados para que la acción del hombre
como miembro de la comunidad no se desvíe del bien común, que es también su bien
propio. Es decir, que la prudencia política refiere la verdad práctica y operable, esencia
a toda prudencia, al bien común de la sociedad civil, y en esta referencia a la comunidad
política encontramos a su rasgo específico. Podríamos, por tanto, afirmar que el objeto
de la prudencia política es la verdad de las conclusiones prácticas referentes a la
dirección próxima de nuestros actos en orden al bien común de la república.